Por Víctor González
La habitación estaba sumergida en una densa neblina de distintos aromas de sahumerios. Un improvisado altar con sus respetivas veladoras flanqueaban una estatua de Melsequidec. La figura parecía antiquísima y dominaba desde ese ángulo la entrada del cuarto. Sus ojos, arqueados por cejas de profundo relieve, parecían vigilar los movimientos de los visitantes.
En medio de la habitación, una improvisada mesa dominaba el espacio, encima diversas herramientas de cortes con rasgos de sangre seca, al menos eso parecían las costras que se dibujaban en sus cuerpos de acero.
En ese instante sintió un frío intenso recorrer la espina dorsal, las manos empezaron sudarle y los pies se negaban a dar un paso mas entre la bruma de la habitación. Entonces escuchó el grito desgarrador que lo congeló por completo.
¡Fatiimoooo!. El grito provenía de la garganta de su madre quién habilitó la mesa de estancia para cortar la carne producto de la cacearía de esa mañana. La estancia se había impregnado ya del humo de los cigarrillos que fumaban sin parar sus familiares que están de visita. Era el día de la Virgen de Fátima, cuya imagen rodeada de flores y ofrendas estaba radiante de felicidad.
Realmente envidiaba a la estatuilla religiosa por tantos dispendios en su honor. Pero, lo que calladamente lo desencajaba, era soportar la sonrisa burlona echada acuestas cada vez que pasaba a su lado. No podía comprender aun porque decidieron sus padres bautizarlo con el masculino de la supuesta virgen de Fátima.
Tal vez por eso decidió aniquilarla azotándola en el piso, su cuerpo de porcelana se desquebrajo, fue cuando descubrió que realmente era un disfraz que contenía la imagen de Melsequidec Dios de los gentiles, mismo dios que le hablaba en sus sueños.
Se armó un pandemónium, su madre histérica mente gritando, su padre enmudecido con gesto de horror, sus tíos arrodillados rezando plegarias. Fueron los primeros-decía el parte policíaco-fueron degollados en esa posición, después el padre del muchacho arrinconado con un cuchillo incrustado en el corazón. La madre -intervino un detective- sufrió mutilaciones de las extremidades, también degollada; encima de la mesa quedaron los brazos.
No contestaba a los interrogatorios de los policías. solo señalaba hacía los restos de la estatua de la virgen de Fátima, y pronunciaba el nombre de Melsequidec. Lo internaron en el sanatorio mental de las carmelitas y lo recibieron con una medalla de Fátima, y lo que vio, fue el rostro de Melsequidec guiñando el ojo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario